Si Jorge Luis Borges hizo del laberinto el corazón de su obra, en tanto que configuración esencial del universo y, consecuentemente, de todo aquello que transcurría en él, en los anales de la historia literaria hispanoamericana figuran otros escritores que en sus textos reformularon -cada uno a su manera- aquel palacio cretense que Minos mandó construir a Dédalo para que albergara al temido Minotauro. Es así como Julio Cortázar recuperó, modificándola, esta mítica encrucijada en obras como Los Reyes o Rayuela, novela total en la que los protagonistas vagan impenitentes por el desconcierto y el absurdo hasta descubrir -mágica revelación- el "kibbutz del deseo", esto es, el destino final de aquellos múltiples y laberínticos caminos que anteriormente les habían abierto las puertas del juego y del pensamiento.
También Jorge Eduardo Eielson, poeta peruano residente en Milán, se convierte en un Teseo moderno en su Poesía escrita, especie de viaje iniciático y meándrico por las recovecos de su propio cuerpo. Por otro lado, en El Otoño del patriarca o en Cien años de Soledad, del Premio Nobel Gabriel García Márquez, el laberinto se convierte igualmente en su eje simbólico, aunque, en ambos casos, corporeizándose en la escritura misma y en el mundo que ésta describe, maraña surreal donde lo inesperado se fusiona naturalmente con lo cotidiano. Finalmente, sólo cabe citar el magnífico ensayo del mejicano Octavio Paz que, en su Laberinto de la soledad recurre al mítico escenario para utilizarlo en esta ocasión como metáfora antropológica de la historia y la realidad socio-cultural de su país. Nos dejamos en las estanterías un sinfín de obras más que esconden de una forma u otra el aliento del feroz minotauro. Las reservamos para otra ocasión, tal vez para una segunda inmersión al caos tan necesario y enriquecedor del laberinto literario.