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George Rose

El noventa por ciento de todo

30.06.2014
Sabemos que casi todo lo que consumimos en nuestras economías posindustriales procede de más allá de los océanos, pero no solemos pensar en los entresijos de la industria que lo hace posible, el transporte marítimo, tan poderosa como hermética.

El gran cambio comenzó en los años setenta, cuando se universalizó el uso del contenedor TEU, apilable, modular, transportable en barco, tren o camión. Los nuevos buques, grandes como tres campos de fútbol, presumen
de eficiencia: capaces de portar hasta 15 mil unidades, de navegación lenta y previsible, pueden ser cargados en menos de 24 horas. Así, los costes del transporte marítimo se han reducido en proporción inversa al crecimiento del volumen de mercancías transportadas.

Más de veinte millones de contenedores sobre cerca de cien mil buques pueden estar surcando los océanos tal día como hoy: matriculados en Liberia o Panamá, con capitán griego, oficiales croatas y tripulación filipina, de propietario
danés y transitando por aguas internacionales; no obedecen a ninguna ley: las condiciones de trabajo son extremas, ni se controla lo que viaja en el interior de las miles de cajas de aluminio apiladas –drogas, armas o personas–, ni se intenta poner coto a los efectos devastadores que sobre la vida marina tienen estas máquinas colosales.

Cuanto mayor es su volumen, más ignoramos la dimensión letal de su actividad: un mundo con códigos propios, donde todo es posible.

La industria del transporte marítimo no solo está en la base misma de la globalización, sino que también es su metáfora, su avanzadilla.
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